Esta entrada se ha extraído del libro que lleva por título «Crónicas matemáticas. Una breve historia de la ciencia más antigua y sus personajes«, de Antonio J. Durán.
William Herschel y el descubrimiento de Urano
El 13 de marzo de 1871, Wiliam Herschel logró descubrir lo que parecía un nuevo planeta del sistema solar. Herschel había nacido en Hannover cuarenta y tres años antes pero, horrorizado tras participar en 1757 en una batalla contra los franceses con gran mortandad de soldados, decidió mudarse a Inglaterra buscando, además de paz, desarrollar una carrera como músico. Tuvo éxito, pues en 1765 era organista en Halifax, y al año siguiente director de orquesta de Bath. Sus aficiones astronómicas comenzaron en 1773 y fueron, más que la música, las que le hicieron pasar a la historia. No es para menos, nadie había sido capaz en muchos miles de años de añadir un planeta más a la lista de los cinco conocidos desde la más remota Antigüedad: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno; y, de hecho, una vez que Herschel comunicó su descubrimiento en abril de 1781, los astrónomos de Europa tardaron varios meses en convencerse de que el nuevo cuerpo solar era un planeta y no un cometa. La cuestión no deja de ser paradójica: Herschel descubrió el nuevo planeta gracias a las mejoras técnicas que había conseguido introducir en los telescopios que él mismo fabricaba, aunque el planeta se puede ver a simple vista cuando atraviesa algunas partes de su órbita; de hecho, Johann Bode, a la sazón director del Observtorio Astronómico de Berlín, logró identificar al nuevo planeta en tablas astronómicas existentes, aunque en todas ellas lo habían confundido con una estrella.
Herschel lo bautizó como el «Georgian planet», en honor de Jorge III de Inglaterra y, supongo, de la pensión de doscientas libras que el rey había decidido otorgar a Herschel; pero el nombre no prosperó, y al final, siguiendo la más tradicional y neutra mitología clásica, al nuevo planeta se le llamó Urano.
La ley de Titius-Bode
El descubrimiento de Urano permitió fortalecer una regla empírica, propuesta poco tiempo antes, que determinaba la distancia de los planetas al Sol. Esta ley, llamada de Titius-Bode, no tiene más fundamento científico que la extrapolación de las distancias al Sol de los planetas conocidos. La ley de Titius-Bode establecía que, de haber un planeta más allá de Saturno, el radio medio de su órbita debía medir 2940 millones de kilómetros, más o menos; y resultó que esa era una buena aproximación para la distancia que Urano dista del Sol. Pero la misma ley también vaticinaba la existencia de otro planeta situado entre Marte y Júpiter; las órbitas de estos planetas están demasiado separadas entre sí (casi 550 millones de kilómetros) y había sitio allí para otro planeta. Concretamente, la ley de Titius-Bode establecía que ese planeta podría distar del Sol 420 millones de kilómetros, aproximadamente.
En 1796, en un congreso astronómico, se recomendó su búsqueda, a raíz de lo cual muchos de los observatorios astronómicos de la época apuntaron sus telescopios a la órbita marcada tratando de encontrarlo. Pero buscar un planeta con el único dato de su supuesta distancia al Sol es como buscar una aguja en un pajar, y fueron pasando los años sin que el éxito sonriera a los esforzados «policías celestiales» (apelativo que gustaban de usar).
El descubrimiento de Ceres
La suerte cambió el 1 de enero de 1801. Ese día, Giuseppe Piazzi, desde el modesto observatorio de Palermo, localizaba entre Marte y Júpiter lo que en un principio le pareció un cometa, pero que después resultó ser otra cosa. Piazzi lo observó durante varias noches más, pero el objeto se fue acercando al Sol y dejó de ser visible.
El nuevo habitante del sistema solar acabó siendo bautizado como Ceres, diosa de las semillas, una versión romana de la Deméter griega. Muchos pensaron que el objeto encontrado por Piazzi sería el planeta cuya existencia predecía la ley de Titius-Bode.
Los datos que había podido recoger Piazzi eran muy escasos y hacían extremadamente complicado el cálculo de su órbita; no obstante, los astrónomos hicieron los cálculos. Se estimaba que el objeto volvería a ser visible ese año a principios de septiembre, pero llegada esa fecha Ceres no aparecía por ningún sitio.
Gauss entra en acción
Gauss, que por entoncen era matemático pero no astrónomo, entró en acción. Es posible que se enterara del problema ese mismo septiembre. Para octubre había desarrollado un método para calcular la órbita de un cuerpo celeste moviéndose alrededor del Sol conocidas unas pocas observaciones. El método consiste en un inteligente y sofisticado procedimiento matemático para resolver las complicadas ecuaciones necesarias para determinar la órbita. Además de finura astronómica, el método tiene, sobre todo, finura matemática.
Gauss envió sus cálculos a Franz von Zach, director del Observatorio Astronómico de Gotha; el 7 de diciembre de 1801 localizó a Ceres justo donde las matemáticas de Gauss habían predicho que estaría, aunque debido al mal tiempo no pudo verificar el hallazgo hasta el 31 de diciembre de 1801.
Gauss publicó su método ocho años después, siendo ya director del Observatorio Astronómico de Gotinga, en un librito de título La teoría del movimiento de los cuerpos celestes que se mueven alrededor del Sol en secciones cónicas. El método, llamado de los mínimos cuadrados, permite determinar la órbita del cuerpo celeste a partir de tan sólo tres o cuatro buenas observaciones, y es todavía hoy utilizado para determinar órbitas de satélites artificiales.
Gauss «el perfecto»
La demora en la publicación del método se debió al perfeccionismo de Gauss. Una de sus divisas era «Pauca et matura» («poco pero bien hecho»). Así que durante ocho años fue puliendo su método y llevándolo a un grado de perfección muy de su gusto. En el prefacio, Gauss justificó el retraso: «En la esperanza de que una profundización en este estudio permitiría llevar su solución a un mayor grado de generalización, simplicidad y elegancia». Sin embargo, esa perfección matemática que Gauss finalmente alcanzó no es del agrado de todo el mundo: «Los triunfos computacionales de Gauss (escribió Ivars Peterson en El reloj de Newton) le trajeron un reconocimiento inmediato y duradero como el mejor matemático de Europa y una posición confortable como profesor de astronomía y director del Observatorio de Gotinga, donde vivió modestamente durante el resto de su larga y productiva vida. Sin tener ninguna prisa por ver sus ideas publicadas, tanto en matemáticas, astronomía como en física, Gauss reelaboró implacablemente sus resultados una y otra vez hasta que estaban pulidos a la perfección. Clarificando sus pensamientos paso a paso y eliminando todo menos los elementos esenciales, borraba todas las trazas de la trayectoria que había seguido para llegar a sus descubrimientos. Ningún andamio estropeó jamás las elegantes estructuras que había construido tan pacientemente. Este austero estilo, que ahora permanece en matemáticas, puede ser uno de los legado menos felices de Gauss. Para los no iniciados, la rígida abstracción que conlleva gran parte de la matemática contemporánea es virtualmente impenetrable. Sólo un pequeño grupo de selectos se atreve a afrontar sus densas y fuertemente entretejidas espesuras».
El cinturón de asteroides
Después de que Ceres fuera redescubierto gracias a los cálculos de Gauss, se comprobó que era demasiado pequeño para ser un planeta (tiene poco más de 900 kilómetros de diámetro; compárese con los casi 3500 que tiene la luna); tanto que los astrónomos encontraron inapropiado denominarlo «planeta». Herschel propuso llamarlo «asteroide», lo que molestó un tanto a Piazzi que prefería el apelativo de «planetoide». Pronto se descubrieron otros asteroides (el nombre de Piazzi no prosperó); el bien surtido panteón clásico proveyó nombres para todos ellos: Pallas, Juno, Vesta.
Gauss se encargó de calcular la órbita de todos ellos conforme fueron siendo descubiertos (de 1802 a 1807) y, por esa razón, se le condedió el honor de bautizar a uno de ellos: Vesta.
Luego se han descubierto miles más que forman el cinturón de asteroides entre Marte y Júpiter, un lugar donde no es sorprendente encontrarse con ciertas zonas en las que más que de un asteroide tiene un movimiento caótico. En un principio se pensó que esos asteroides podían ser los restos de un planeta que se había desintegrado (acaso por el choque con un cometa), aunque hoy día se piensa que son la evidencia de un planeta que no llegó a formarse.
Las dos caras de las matemáticas
Las Disquisitiones Arithmeticae y los cálculos astronómicos que le permitieron localizar a Ceres conforman un ejemplo magnífico para ilustrar la manera en que Gauss entendió las matemáticas; son una ciencia con dos caras; por un lado son un juego del espíritu, por otro, una herramienta eficaz e imprescindible para estudiar y comprender la naturaleza.
Para los amantes del género gore, añadiré que todavía se conserva el prodigioso objeto que alcanzó estas excepcionales cumbres matemáticas. Me refiero, naturalmente, a los sesos de Gauss, que forman parte de la colección anatómica de la Universidad de Gotinga; allí se guarda la inquietante colección de sesos que Rudolf Wagner, un craneómetra que vivió durante el siglo XIX, reunió de entre el profesorado de dicha universidad. Wagner, en la línea de Paul Broca, pretendía demostrar la relación entre el tamaño del cerebro de un individuo y su grado de inteligencia. Por cierto, el cerebro de Gauss no es, en cuestión de tamaño, demasiado sorprendente: 1,492 gramos, poco mayor que la media; lo que supuso una cierta desilusión para Wagner, Broca y sus seguidores (aunque no fue la peor). El cerebro de Gauss sí que es excepcionalmente intrincado y muy pródigo en circunvoluciones.